O lo mismo, de La Tenada a La Cabaña, que es como Eduardo Méndez Riestra ha titulado este artículo sobre dos restaurantes singulares y los menús más singulares aún que ha podido degustar. |
Eduardo Méndez Riestra, Canal de gastronomía de El Comercio |
Como con unos cuantos amigos en una casa de la que había oído hablar
pero aún no había pisado: La Tenada, en el concejo de Illas, unos 9
kilómetros al SO de Avilés, por la carretera AS-237 primero y la IA-1
después, en la capital del concejo, oficialmente La Callezuela –con
nombre que parece exógeno– y que al párroco no convence mucho, porque
dice que en todas las actas de la iglesia aquello aparece como Illas sin
más. Nos acompaña el alcalde, Alberto Tirador (IU), que debería ser
modelo de saber hacer, cortesía y discreción para muchos ediles
asturianos (por eso seguramente tiene ocho de los nueve concejales).
También lo hace Esther Álvarez, la dueña de la fábrica de quesos de
La Peral, otro de los lugares del concejo. El rótulo de la entrada,
junto al ábside de la iglesia parroquial, no engaña, aunque intriga:
«Hoy tenemos lo de todos los días», pero no añade más. ¿Y qué tienen
todos los días? Pues nada menos que pote (y fabada, si es miércoles),
adobu con huevo frito y patatas, picadillo, callos, carne gobernada,
cordero, queso de La Peral con membrillo, borrachinos y arroz con leche.
Lo malo (o lo bueno) es que no se trata de un menú para elegir, sino
que ése es el menú para cada comensal, algo que un servidor no veía
desde los lejanos días de Casa Herminia, en Campiello (Tineo), una
especie de banquete medieval.
¿Hay servicio de ambulancias?, pregunto. No, porque cada uno come
sólo lo que le pide el cuerpo: una cucharada, una patata…aunque no
faltan los que no dejan ni el rastro. El precio es también fijo: 20
euros por cabeza, incluyendo Rioja y chupitos. Isabel Alonso Mons, en la
cocina, y su cuñado, Poldo, en la sala, saben lo que se hacen. Me dicen
que hasta hace poco comer aquí requería entrar en lista de espera, pero
la crisis ahora lo ha hecho más fácil. Es sin embargo un excelente
remedio para la crisis y yo me quedo con sus callos, por no hablar del
postre sorpresa que nos preparó el repostero Miguel Sierra (otro
superdiscreto), que nos acompañó también en el pantagruélico almuerzo.
sábado, 10 A mi edad, dos pitanzas seguidas ya se aguantan mal; pero hoy
tengo una cita a la que acudo cada año desde un lejano no sé cuántos en
que mi viejo –por antiguo– amigo Vidal Peña me llevó a Sotrondio a
comer el tradicional pote de nabos del día de San Martín (que en rigor
es el 11). Esta vez es la veterana periodista Marcela Zapico la que nos
convoca en su pueblo a otro grupo de amigos y nos lleva a La Cabaña, de
nuevo en las inmediaciones de la iglesia.
Del menú tradicional –pote de nabos, callos y casadielles– a mí los
nabos siempre me han dejado un poco frío, aunque respeto la tradición.
Sin embargo, los callos de La Cabaña están de impresión (como otra vez
que ya los habíamos probado Marcela y yo: ella es una propagandista de
estos callos y con razón). Algunos comensales del grupo compran raciones
extras para llevarse a casa y yo me habría apuntado de no ser por las
prisas.
Es callo picado menudo, como debe ser, lo justo de untuoso (sin
llegar a lo de aquel alcalde de Oviedo que gustaba de que le quedaran
los labios pegados) y de picante (sólo graciosos). Pero sobre todo
sabroso y limpio. Aunque me tengo por hombre prudente en la mesa, me
descubro repitiéndolos por cuarta vez y me freno, aunque los boles
siguen medio llenos, para servir a voluntad. La tarde de perros que
imaginaba no llegó y todavía pude ir al cine a ver ‘En la casa’, una
joya francesa que recomiendo no perder, basada en ‘El chico de la última
fila’, una obra del español Juan Mayorga, un literato que es también
matemático (y se nota). Y aún pude cenar algo, aunque no me tengo por
fartón.
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