viernes, 22 de junio de 2012

Fogones ovetenses

viernes, 22 de junio de 2012
La vigencia de unos clásicos PDF Imprimir E-mail
Eduardo Méndez Riestra   

He cumplido ya medio siglo de comensal público, lo que no sé si me colma de alegría o de tristeza. En todo caso, esos cincuenta tacos están llenos de aromas de los fogones ovetenses, porque en Oviedo me inicié a la cosa de la mesa, en La Campana (Casa Ulpiano), de aquella calle de vinos que fue San Bernabé, adonde me llevaban puntualmente cada jueves. Por aquellos sesenta, claro está, había en la capital otras mesas en las que no sólo se comía más que bien, sino que ofrecían marco adecuado: el Malany de la calle de la Rúa, el comedor del hotel Principado, en la de San Francisco, La Paloma, en la de Argüelles, o el Cervantes, en la de Jovellanos, entre otros. Serían los cimientos sobre los que en las dos décadas siguientes se alzarían los restaurantes que han sabido consolidar el prestigio gastronómico de la ciudad.

En los nuevos años desarrollistas y democráticos el protagonismo lo alcanzaron establecimientos que ya han quedado para siempre en la historia culinaria del Principado. Ocuparon la escena nombres como Casa Conrado –sobre el mismo solar de la calle de Argüelles en el que en su día estuvo el Fornos–, Casa Fermín –por entonces en la avenida de El Cristo, ya con excelentes instalaciones–, La Gruta de los tres hermanos Cantón, en el alto de Buenavista, el Marchica, en Doctor Casal, con su elegante ‘salón rojo’ o el Pelayo, en la calle homónima, de la familia Martín, todo s los cuales venían de atrás, yendo a más. Y a mitad de aquellos años aparecerían La Goleta de Marcelo Conrado Antón, en la calle de Covadonga (donde ocupó parte del local que dejó libre un gran intento fallido, el restaurante Feudal, en los últimos sesenta, acaso la primera ‘modernidad’ de impacto) o Trascorrales, en un lugar entonces por recuperar como es la plaza del mismo nombre, como apéndices de dos de ellos, mientras Casa Fermín se instalaba en pleno centro, a dos pasos de la Escandalera o Del Arco surgía deslumbrante en la plaza de América, en el ensanche chic de la ciudad. El Casa Fermín de Luis Gil Lus sería el primer restaurante asturiano que obtendría una estrella Michelin, en 1974, y el Trascorrales de Fernando Martín se le sumaría más tarde en el estrellato, ya en los ochenta. De este potente grupo de restaurantes –y de otros no menos importantes en diversos lugares del Principado que no son objeto de este espacio hoy– habría de salir la puesta de largo de la mejor cocina asturiana, la verdadera consolidación de lo que hemos dado en llamar el Sistema Gastronómico Asturiano, algo de cuyo peso algún día los asturianos serán conscientes, estoy seguro. Como lo estoy de que representan el momento de mayor gloria gastronómica interna en toda la historia de la cocina asturiana, algo que no estoy seguro de si algún día volverá a repetirse. A tal momento, sin embargo, no sería justo hurtarle la aportación recibida desde la repostería, capítulo que en buena medida cubren las confiterías locales, aunque no sean los únicos agentes, como es fácil entender. Casas como Camilo de Blas, con sus ‘carbayones’, junto a la desaparecida estación del vasco de la calle de Jovellanos; Peñalba, con sus bombones y pastelería de corte centreuropeo, en Milicias Nacionales, o Diego Verdú, en la que antaño fuera el ombligo de Oviedo, la calle de Cimadevilla, con sus helados y turrones, son nombres golosos indisociables ya del de la propia ciudad. Aunque no los únicos: la confitería Asturias, en la calle de Covadonga, trajo el gusto de los bartolos de Laviana a la capital y aquí dejó otros muchos aciertos, sin olvidar a otros dos pilares de las dulcerías locales, como fueron y siguen siendo Rialto, vecina del desaparecido Logos, de San Francisco, o La Mallorquina, frente al Peñalba, y que hoy compite en ‘moscovitas’ con Rialto –aun bajo otro nombre, ‘mallorquinas’–, en ambos casos ideales para que el viajero a la ciudad se chupe los dedos al regreso.

Dejo con seguridad no pocas cosas en el tintero, porque el espacio de que dispongo no permite más, pero lo mencionado es suficiente para apoyar mi tesis, que repito: hablamos de tres o cuatro décadas en las que la cocina y la hostelería asturianas vistieron galas hasta entonces desconocidas, cuando un sistema gastronómico se consolidó como nunca antes ni tampoco después, cuando los restaurantistas empezaron a enterarse seriamente de lo que se cocía y lucía fuera, a fin de tomar buena nota, y cuando una clientela afortunada supo educarse con entusiasmo en la mesa y sostener con ese entusiasmo a un movimiento que construyó los cimientos más sólidos que hemos conocido en la materia.

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