sábado, 12 de abril de 2008
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Profundizando en la corriente de generosidad que se deriva de las comidas en grata compañía , el sabio aseguraba que “después de una buena comida se puede perdonar a cualquiera, incluso a los parientes” ("Deepening the flow of generosity that flows from the meals in pleasant company, the scholar says that "after a good meal can forgive anybody, even the family")
-Un animal endófago es el que se alimenta de otros de su propia especie -fue la explicación. Y la puntualización-. Por ejemplo, cuando usted se zampa un besugo está practicando la endofagia.
Los bofes, asaduras, livianos y demás entrañas de los animales eran platos de influencia árabe muy apreciados y demandados por la sociedad española. Así lo podemos comprobar en todos los autores literarios de la época y en los libros de cocina:
Citamos por ser curiosa esta ordenanza para la venta de tales asaduras:
Otrosy que las asaduras no se puedan vender a ojo syno el sábado e todos los otros días se vendan a peso al precio de la carne e que el sábado valga un asadura de carnero e castrado con la cabeça medio real viejo e de oveja e cabra e cabrón cojudo otro medio real viejo e la asadura de puerco sola medio real viejo e la asadura de cabrito en todo tiempo que se pesare se pesen al precio //12v del cabrito y el menudo del cabrito se venda por tres maravedís y no más so pena que el que lo contrario fiziere yncurran en pena de cient marabedís por cada cosa que non guardare lo contenydo en esta dicha hordenança e los otros días. quando non se pesare se benda por seys marabedís e más.
En el cabildo 21 de abril de 1536 años se suspendió esta hordenança y mandó que las asaduras se vendan a peso como los otros días. (Morales Padrón, F. Ordenazas del Concejo de Gran Canaria, 1531-1555, p. 85).
Me encanta la comida italiana y las películas de gangsters, casi siempre protagonizadas por italianos: tengo completa la serie de El Padrino y la puedo ver y rever sin cansarme; lo mismo me pasa con Los Soprano, que son a El Padrino lo que Nueva Jersey es a Nueva York. Por mis nexos con Italia –además de mi esposa, estudié en Roma, conozco bien Florencia y gran parte de Italia– gozo con la italianidad de los mafiosos gringos.
Precisamente por los mafiosos –primero en El Padrino III y luego en Los Soprano–, conocí el dato de que el verdadero inventor del teléfono no había sido Alexander Graham Bell, como nos habían enseñado, sino el florentino Antonio Meucci, amigo personal de Garibaldi que vivía en Staten Island, Nueva York, y quien bautizó su invento como teletrófono o telegrama parlante. En Bogotá a los alumnos del colegio italiano Leonardo da Vinci se lo venían enseñando desde hacía rato, mucho antes de que el robo del invento por parte de Bell se volviera noticia.
También en un episodio de Los Soprano, el hijo de Tony (T para los íntimos), Anthony, quien se inclina más por ser americano que italiano –tanto que suele hablar mal de Colón–, le dice a su padre:
–¿Sabías que los espaguetis los inventaron los chinos?
A lo que T le dice, con aparente lógica:
–¿Cómo crees que los chinos, que comen con palillos, puedan haber inventado un plato que hay que comer con tenedor? –Falso. Yo he visto a los chinos comer pasta con palillos. Lo que no sabía Tony, porque seguro se lo hubiera restregado a su hijo, es que se dice que el tenedor fue inventado por los venecianos.
Y al hablar de Venecia, tenemos que referirnos a su nativo más conocido –si dejamos fuera de concurso a Casanova–, Marco Polo, y a su mito más difundido y prácticamente imposible de derrumbar: que él trajo de China los espaguetis. Aunque simpática y muy aceptada, esta anécdota es falsa; la verdad es que la pasta la llevaron a Europa árabes y judíos –cuando no se estaban peleando– pero solo la consumían en húmedo, como sopa. Los árabes la llevaron a la tantas veces invadida Sicilia y los judíos a los otros comerciantes venecianos. Lo que los italianos hicieron fue empezar a comerla con aceite de oliva, mantequilla o salsa, no in umido, lo que se llamó pastasciutta, pasta seca.
Marco Polo ha saboreado a menudo la fama del cine y la televisión. La primera película sobre el personaje, Las aventuras de Marco Polo (1938), era presentada así en la publicidad: “Marco Polo viaja desde Venecia hasta Pekín, donde rápidamente descubre los espaguetis y la pólvora, y se enamora perdidamente de la hija del emperador Kublai Khan”.
SITUACION LIMITE: ULTRAJE A LA PAELLA
(Extracto del artículo publicado en el diario El País el año 1983)
Por Rafael Sánchez Ferlosio.
Con esta peste catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales, la inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se la ve ya acercarse peligrosamente a los mismos umbrales de la oligofrenia. Reciente está todavía, en estas páginas, la oleada de cartas catalanas sobre el inefable pleito de la eñe, con las que ese tremendo vanidoso de Juan Benet ha debido de disfrutar como un enano, aunque a costa de merecer, por lo demás, la tacha de pescador de aguas fáciles, pues es sabido que los catalanes siempre pican; que con ellos es como con las tencas: no hay más que echar el anzuelo y recoger.
Sobre el modelo siempre delirante del agravio al abstracto (agravio al pueblo, agravio a la patria agravio a la bandera y ahora también agravio a la Ñ o a la NY), el furor autonómico propende arrebatadamente a elevar a la categoría abstractiva y a la capacidad simbólica cuantas cosas se muestren mínimamente combustibles a la fallera llama del narcisismo y la autoafirmación, multiplicando pavorosamente el número de cosas susceptibles al agravio. Así hemos venido a llegar en estos últimos días a la situación límite de que hoy puede verse agraviada hasta la propia paella valenciana. No digo esta o aquella paella singular, en la medida en que de éstas sí puede decirse, con algún fundamento de razón y sin agravio de mayor cuantía, que una es peor que otra –aunque por ofendido suele darse más bien el cocinero, sin que el guiso dé muestra de sonrojo o de cólera ostensible-, sino la paella misma, el universal paella, la paella ontológica, la paella sub specie aeternitatis o, en fin, en una palabra, la paella como idea pensada por el mismísimo Platón.
Sí, esta paella ha sido la que, según la prensa, acaba de llamarse a agravio o, más literalmente, a menosprecio grave, a causa de una campaña preventiva contra los incendios forestales que –por la desgraciada circunstancia de ser precisamente la paella uno de los guisos más frecuentes de las giras campestres y, en consecuencia, motivo recurrente de hacer lumbre en el campo- ha cometido la temeridad de esgrimir los eslóganes de "hay paellas que matan" y "la paella es el plato más caro del verano", queriendo solamente recordar las desdichadas consecuencias para haciendas y a veces para vidas que de cualquier descuido en el manejo de las correspondientes fogatas culinarias se pueden derivar. Pues bien, por boca de don Ignacio Gil Lázaro, diputado por Valencia del Grupo Parlamentario Popular, la paella valenciana se ha llamado inmediatamente a agravio por los eslóganes transcritos, interpelando al ministro de Cultura, a fin de que en el acto proceda a retirar semejante propaganda, por cuando –transcripción literal de los periódicos- "menosprecia gravemente el patrimonio cultural autóctono valenciano". "¡Cosas veredes Myo Cid –nunca mejor dicho- que farán fablar las piedras!"
En este punto, no debo yo ocultar que, para mí, la llamada cultura gastronómica es, en su mayor parte, uno de los aspectos más tristes, más lastimosos, más estériles y más deleznables de toda la cultura, ya que su desarrollo más caracterizado se debe fundamentalmente a machos solitarios reunidos en pandilla después de verse expelidos de la cama, ya por su propia incapacidad para el amor, ya por la de sus mujeres, ya, en fin, por ambas cosas a la vez, y es, por tanto, producto, en esa misma medida, de una de las más graves y profundas fracturas en las propias entrañas de una sociedad. Así viene a mostrarlo, de manera difícil de esquivar o de tergiversar, el carácter exclusiva y excluyentemente varonil de las sociedades gastronómicas, en las que la buena mesa se nos manifiesta específica y determinadamente como la anticama. Lejos de mí tamaña enormidad como la de decir que entre la glotonería y el terrorismo no queda más que un paso (pues, aunque un paso fuera, todo un abismo moral seguiría estando en medio), pero tampoco tengo por casual, en modo alguno, el hecho de que en el País Vasco concurran de manera singular dos clases típicas de comunidades varoniles: las sociedades gastronómicas y las fratrías marciales, representadas éstas, hoy en día, por los etarras.
Pero sea de esto lo que fuere, esto es, independientemente de mi falta de aprecio personal por la llamada cultura gastronómica, no hay, desde luego, operación más bárbara, más inculta, o sea, más destructiva para cualquier forma de cultura agente y operante, que la de su elevación a patrimonio cultural, con la correspondiente inscripción en el registro de la propiedad central o periférica, ni tampoco podría concebirse insidia más venenosa para cualquier bien sensible que la de convertirlo en algo preñado de significación, por decirlo con esta expresión tan favorita en la jerga periodística de la época de Franco.
Y aunque uno esté tan lejos de ser ningún ferviente partidario del aborto terapéutico como de ser ningún entendido y exquisito degustador de paellas, creo que en el caso de la pobre paella valenciana, que, literalmente violada por la brutalidad de los furores autonómicos, tiene que verse así, de pronto, preñada de significación, estaría casi a punto de recomendar, como indicado al caso, el inmediato aborto terapéutico, pues apenas consigo imaginarme un comistrajo más incomible y más indigerible que una paella con sabor a patrimonio cultural autóctono y además valenciano, sabor que no puede ser más que algo así como un repelente deje a herrumbre y naftalina, complementado en este caso con un toque de orines fermentados de Babieca.
Por todo lo cual, ya desde ahora advierto que, si por un azar, afortunadamente harto impensable, me viese yo algún día – Dios no lo quiera, aunque tampoco dejaría de afrontar valientemente mis responsabilidades- convertido de pronto en presidente del Gobierno, tengo muy meditado que, por el bien de los españoles, mi primer acto de gobierno no podría ser otro que un decreto-ley prohibiendo inmediatemente y sine die los Sanfermines de Pamplona, las Fallas valencianas, la Feria y Semana Santa de Sevilla, la Romería del Rocío y toda especie de fiestas semejantes, amén de incoar, simultáneamente y por la vía de urgencia, un proyecto de ley orgánica para la abolición de la Virgen del Pilar (¡Dios, qué descanso para Zaragoza, para Aragón y para España entera!).
Asegura la gran Vanesa Ferreiro, de “O rey do pulpo”, que hay que cocinar el pulpo con ‘cariño’. Mas “cariño” es voz que proviene del latín “carere” y significa carecer. No es propio, pues, guisar con carencias. La cocina es, como bien lo refleja áticamente Sócrates Cicuta, la disciplina gastropornocibernética por excelencia, por nacer de Estómago, Sexo y Cerebro al honrar el precepto del Ducado de Gastronia que afirma: “Primum edere, deinde fornicare et denique philosophari” (Primero comer, luego fornicar y, por último, filosofar).
El sabio Trifón se expresa bien al mentar uno de los ocho rabos del pulpo, pues una vez muerto el molusco le cuelgan a éste los tentáculos a semejanza de las colas de los animales (DRAE). Trifón no se refería en particular al miembro viril del cefalópodo que, como es bien sabido, es el tercer brazo derecho del macho, suerte de órgano para la cópula con el que penetra en la cloaca de la hembra. Lo que no se recordó en el Fórum Gastronómico de Santiago es que, hace años, las mujeres pegaban con palos a los pulpos machos para ablandarles, sobre todo, el tercer brazo derecho cuya carne deleitosa se reservaba, con suma discreción, para las doncellas en su banquete de bodas. Se dice que la lucha de la especie por sobrevivir dio algunos ejemplares de pulpos zurdos, pero la mutación quedó abortada con la llegada del frío artificial.
Eduardo Méndez Riestra
Junto a unos viejos colegas, cita en Borines (Piloña), para conocer la planta donde se embotella la centenaria agua (o casi, pues la primera botella surgió en 1920). Han sido décadas de curiosidad nunca satisfecha por conocer el lugar y hoy por fin lo hago. No doy crédito: es como un viaje al pasado, un regreso a la artesanía de otros tiempos, donde todo es familiar, íntimo, a escala humana (no recurriré a los amigos de Blancanieves por no dar en cursilería). Ahora más que nunca soy fan incondicional del agua de Borines, porque es uno de los últimos coletazos de la Asturias más auténtica, gracias a Pedro Cepeda y su familia, naturales del concejo, que han decidido que no se extinguiera. Su mercado ha venido siendo la hostelería asturiana casi en exclusiva, pero ya apuntan a Madrid y al País Vasco. Merecen eso y mucho más. Siempre recordaré la gracia que le hacía al gran Silverio Cañada cuando en los días de la Cofradía de la Mesa comíamos por las de Asturias. Como un guaje descubrió un día que Borines ponía en su etiqueta, en impecable francés, ‘Demandez-la partout’ (pídala donde vaya), y eso hacíamos, a escala doméstica. ‘En el prósimu viaje a París voy pidila’, decía Silverio. Espero que algún día sea una realidad. Yo mientras tanto la seguiré pidiendo siempre, con orgullo, en las mesas asturianas.
FRANCISCO SOSA WAGNER
Andan muy ocupados los grandes cocineros en explicarnos los misterios de la espuma y al efecto han pedido la colaboración de varias especialistas, profesoras de Física, que nos hablan del desdoble de las proteínas, de la formación de una película elástica que hace que las burbujas resistan y por ahí seguido.
Pero la espuma tiene otros secretos que no se dejan capturar por la ciencia como ocurre con el amor, que ya sabemos que no es sino luz y abismo, el bosque donde conviven los mejores aciertos con los más conseguidos errores.
Una cerveza tirada por un camarero español poco tiene en común con análoga acción protagonizada por un colega bávaro en un local de Múnich. El nuestro actúa -con excepciones- de manera atropellada, saltándose trámites y dando por concluido el procedimiento cuando éste no debería haber hecho más que empezar. La espuma apenas existe, de ahí el aspecto deslavado y escorbútico de nuestras cervezas, su falta de dignidad. Su desaliño. El alemán, por el contrario, se demora en el trance, repasa varias veces la espuma que se va formando poco a poco, la deja reposar para que medite sobre su destino y su circunstancia, y es sólo así como nace una espuma tersa, una espuma con donaire, que es como el penacho que corona un peinado artístico o el pináculo admirable de una catedral gótica.
Y lo mismo se puede decir respecto de la espuma del capuchino (me refiero al café, no al fraile). La tensión, el mimo y el respeto con que se fabrica en una cafetería de Milán nada tiene que ver con la desgana que vemos en Madrid. Aquélla tiene de entereza y de gloria lo que ésta de flaqueza y abatimiento.
La espuma es pues hija de la paciencia, de la diligencia y de la reverencia.
Que nosotros, los españoles, sí ponemos en la confección del merengue y del «soufflé». Las pastelerías españolas -como las portuguesas- están llenas de ofertas de merengues gloriosos, orgullosos de su condición merenguil, merengues persuasivos, virtuosos. Un compendio de ficción y de capricho. Y lo mismo ocurre con el «soufflé» que, recién salido del horno, comparece ante nosotros como el altivo personaje que ha llegado a ser, todo él sensibilidad porque, en sus entrañas, lleva la sorpresa y la fortuna. Dispone, además, de mil rostros como un artista de circo o un ilusionista fértil.
Cuando tantas y tan malas son las noticias con que nos obsequia la actualidad, convertida en una maga especializada en abatirnos y en sumirnos en la desesperanza, pensar en la espuma, en el «soufflé» o en el merengue nos devuelve el optimismo y nos proporciona un aliento reparador que nos recupera -como un bálsamo- de nuestros pensamientos exhaustos.
Pues a lo mejor resulta que la causa de nuestros males está en querer llegar al meollo de los problemas, al hueso íntimo donde anidan sus explicaciones, a la raíz donde brota la savia de nuestras tribulaciones. Y como son enigmáticas y muy viejas y además gastan muy mala leche -sin espuma-, nos aturden y nos zarandean. Es decir, nos dejan como navíos partidos por la noche.
Por todo ello propongo que, al menos por un rato, por el leve espacio de una sosería, pensemos qué podría ser que lo mejor del fondo fuera la superficie.
MANUEL VICENT
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Confundir el apetito con el hambre es un grave error de navegación gastronómica, pues si la primera dirección nos lleva al puerto donde se come para trabajar, el segundo rumbo nos conduce al lugar donde se trabaja para comer y, como es obvio, hay todo un abismo entre ambos conceptos. Cuando nuestros hijos aseguran después de hacer deporte que están muertos de hambre nos quieren decir que tienen apetito y cuando las personas de mi generación, que habíamos recibido una excelente educación, decíamos, allá por 1944, que todo nos gustaba y que, gracias a Dios, gozábamos de un apetito excelente, la triste realidad es que estábamos hablando del hambre. Estas sutilezas constituyen las perversiones del lenguaje, los matices de los eufemismos, las peculiaridades de los ejemplos y verbigracias.
En el ADN, o sea en la cadena genética, tenemos anotadas las crónicas de nuestras hambrunas y gazuzas, de nuestras necesidades y miserias. Los genes del hambre nos vigilan y controlan a distancia; nos lanzan de vez en cuando mensajes desde el más allá para que no olvidemos nuestro origen humilde. El hambre de nuestros antepasados está perfectamente apuntado en el libro mayor de las desgracias de la familia y eso se nota a simple vista, porque nos gustan las mesas llenas y las neveras hasta los topes; los que fuimos siervos de la gleba en un pasado remoto somos menos finos que la gentecita bien que sólo tiene el gen del apetito en su cartilla familiar, pero contamos, en cambio, con la generosidad del pobre que llevamos dentro y cuando viajamos repartimos con el prójimo el vino y la tortilla de patatas con más alegría. Mi abuelo Dositeo, a pesar de que comía como un pajarito, era un glotón teórico, un voyeur gastronómico, y le gustaba ver montones de comida el día de su santo porque el hambre le había perseguido de pequeño; por el contrario mi nieto Santiaguiño, que no es porque yo lo diga pero es más guapo que un san Luís, se niega a comer ese puré que alimenta tanto, hace bola y más de una vez me he tenido que poner de rodillas y con los brazos en cruz para que moje pan en el huevo frito. A veces pienso que Santiaguiño es un mutante que tiene algo desvaídos los genes del hambre, y que en un descuido de sus padres, y por el desarrollo económico, le han salido en el alma las alitas de los ángeles ricos, el gen del apetito.
La cocina española es de hambrientos, aquí reina el exceso y la desmesura, la exageración y el sabio principio del pobre que canta por bulerías antes reventar que sobre. En ningún otro lugar del mundo se ha cocinado tan sabiamente la casquería y el jarrete, nadie le ha sacado más partido a los despojos y a las sobras. Con ingenio, ajo y pan para mojar hemos superado el fantasma del hambre, nos hemos quitado a manotazos la miseria y erradicado la pelagra. Los callos, las manos de cerdo, el hígado encebollado y las misteriosas albóndigas son nuestras aportaciones a la cocina del mundo. Los pobres sólo tenemos el lenguaje y el hambre. Detrás de cada palabra del diccionario hay una legión de desharrapados que han pulido y torneado con el uso los verbos irregulares, y en el interior de cada receta histórica se esconde el esfuerzo de cien generaciones de villanos que han sabido sobrevivir a las hambrunas con la dignidad de un caballero. El ciscarse en la sintaxis y el convertir en un manjar lo incomible es el cotidiano milagro del pobre, el milagro de la multiplicación de los panes y de los verbos, el prodigio de andar sobre las hambres y los sueños del lago Tiberíades.
Ahora que soy cojo y viejo no sé si tengo los miedos de mi abuelo Dositeo o la lucidez de mi nieto Santiaguiño. Los hombres de mi generación dudamos de todo, somos medio príncipes y medio mendigos, como un Hamlet hambriento. Estoy lleno de dudas gramaticales y gastronómicas y nunca he sabido, a la hora del desayuno, si tengo que irme a la oficina y trabajar para comer o meterme en una cafetería y comer para trabajar.
José Manuel Vilabella. Revista Gastroastur
"No hay cuestión ni pesadumbre
que sepa amigo, nadar;
todas se ahogan en vino,
todas se atascan en pan…"
Francisco de Quevedo
" La mayor virtud del verdadero gourmand es no comer nunca más de lo que se pueda digerir con dignidad, ni beber más de lo que se pueda soportar con plena consciencia."
Grimod de la Reyniere
Ave color, vini clari! / ave, sapor sine pari!
¡Salud, vino claro! / ¡Salud, sabor sin igual!
Comienzo de un himno goliardesco. En la Edad Media, se llamaba goliardos a estudiantes y clérigos que hacían de juglares y componían canciones bufas, en latín macarrónico, elogiando la gula, la ebriedad y la vida desordenada.
Dios ha hecho los alimentos y el diablo, la sal y las salsas.
James Joyce
No hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida.
George Bernard Shaw
Y no vacilo en encomendarme a los grandes catadores de sidra y cerveza, porque si hubiera habido en sus reinos vino, la cálida y fastuosa sangre de la tierra, hubieran sido los príncipes de los catadores.
Álvaro Cunqueiro
"Una cierta tradición (...) llegada de la Francia decimonónica, había establecido una especie de matrimonios supercatólicos e indisolubles entre vinos y comidas. Por ejemplo: (...) blanco-pescados y tinto-carnes. Hoy en día, el divorcio entre estos elementos es legal, incluso está bien visto."
Xavier Domingo
"Cuando en el restaurante le pase a usted el anfitrión la lista de vinos con el designio evidente de que elija el más barato, elija usted el más caro. Así los anfitriones irán aprendiendo a elegir por sí mismos unos vinos pasables."
J. Camba
"La comida popular, buena o mala, debe constituir para el viajero un dato de tanto valor como el paisaje, con el que guarda siempre una íntima afinidad. Lo uno explica lo otro, y el automovilista que se ponga a comer caviar en la paramera de Ávila no comprenderá la solemnidad de la paramera ni apreciará tampoco la exquisitez del caviar, y será al mismo tiempo un pésimo viajero y un gastrónomo abominable."
J. Camba
Si existen buenos comedores predestinados, tambien los hay por su estado natural; tengo que indicar aqui cuatro grandes teorias: los financieros, los médicos, los literatos y los devotos. Los financieros son los heroes del buen comer. En este caso, héroe es la palabra apropiada, pues había combate; la aristocracia nobiliaria habría aplastado a los financieros bajo el peso de sus títulos y sus escudos, si estos no se hubieran enfrentado con una mesa suntuosa y sus cajas fuertes (...) Causas de otra naturaleza, aunque no por ello menos poderosas, actuan sobre los médicos: son gastrónomos por seducción, y tendrían que ser de piedra para resistir a la fuerza de las cosas (...) se les ceba como a pichones; se dejan, y en seis meses han adquirido la costumbre, ya son gastrónomos sin remisión...
Establecido que
“Cuando todo el mundo trata de ensanchar los horizontes de la cocina ensayando cruces de animales e injertos vegetales, remontando hasta sus orígenes el curso de los ríos y buscando una pesca abisal en el fondo de océano, he aquí a los vegetarianos, quienes pretenden no solo echarnos agua al vino, sino que se proponen a la vez quitar de nuestra mesa todas las tajadas para dejarnos únicamente algo de lechuga o escarola. ¿Que hay señores? poco apetito ¿eh? lo sentimos mucho, pero nosotros por ahora todavía podemos darle trabajo al diente".
Después está aquello de que hay que cuidar la cocina tradicional y mimar aquellas casas de comidas prodigiosas de nuestra tierra que hacen de la sencillez virtud; también, que una buena comida puede hacer perdonar a cualquiera, incluso a los parientes, por cierto que son abundantes las relaciones familiares en la cofradía actual, no solo de padres e hijos, también de tíos y sobrinos y la muy hispana institución del “cuñao”.
También hay otras razones mas alambicadas y “culturetas” alrededor de la gastronomía actual que favorecen la multiplicación de peñas y cofradías, como son la evolución de la comida tradicional hacia nuevas técnicas y productos, la irrupción del movimiento “Slow food” como contraposición a la barbarie de la comida rápida, de origen y composición desconocida, que rinde culto a la comida bien hecha, con productos de temporada y consumida con tranquilidad y respeto.
Pero sin duda el motor de estos casi veinte años de comidas mensuales es la necesidad de compartir un grato momento con amigos y hacer un alto en las preocupaciones y la rutina para hacer una excepción que recupere los niveles de acido úrico, colesteroles varios, azucares que no sacarinas y un poco de ese vino que estrecha las amistades y favorece la concordia. Nuestro poeta particular, el gran amigo Tista Hevia, que de vez en cuando nos regala unas coplas, hechas con maestría y buen humor, relatando los pormenores de nuestras comidas, lo reflejaba muy bien en su última crónica:
Un ratiquín en la villa de los Moscones
Que ye guapa y tien muncho que ver
Procurando almacenar les emociones
Pa contailes, en llegando, a la muyer.
Fue un día gloriosu, de sol y cielo azul
Nadie sintió una palabra maldecia
Fue tó amistá, jolgorio y gratitud
Y al final, ficimos planes pa otru día”.
©A. Alvarez, 2008
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